miércoles, noviembre 30, 2005

Lo que más amo de mi (lo único que amo en mí, probablemente) son las cicatrices que he ido coleccionando, atesorando con mimo y que exhibo con orgullo, siempre que la ocasión es propicia (o no):

Mi primera cicatriz fue con cuatro años, me la hizo el perro de mi madrina en la muñeca por incordiarle. Hasta ese momento siempre lo pasaba fatal para distinguir entre izquierda y derecha, pero a partir de entonces fue fácil, sólo tenía que mirar la muñeca en que tenía la marca del mordisco, la izquierda. Era muy sencillo. Con el tiempo la cicatriz fue tapada por un reloj que tardé tiempo en comprender (aún hoy sigo sin tener muy claro qué es el tiempo o si tan siquiera existe), pero que cumplió la misma función. Necesité muchos años para aprender cuál era mi derecha y mi izquierda sin tener que recurrir a indicios externos.
Con dieciocho años tuve un accidente de coche con un tipo al que prácticamente acababa de conocer y que iba ligeramente borracho. Me abrí una brecha en la cabeza por la que tuvieron que ponerme doce puntos que tapé sin problemas gracias a mi mata de pelo, pero que siguen ahí, bien visibles si levanto el flequillo.
Poco después conocí a A. me clavaba sus colmillos cada vez que desaparecía para dejar sólo su sonrisa, también lanzaba cuchillos con la boca, tenía buena puntería, pero no dejó ni un solo rasguño en la piel.
Me advirtieron del peligro de los triángulos, pero resultó inútil y las aristas se me clavaron en mi sexo y me costó mucha sangre.
Conocí a un hombre que tenía varias cicatrices en el cuerpo y la cara por un accidente de coche del que salió vivo de milagro. Tenía la extraña manía de perder las gafas cada vez que se enamoraba, me clavé todos sus cristales, creo que no supe que se trataba de una nuevas gafas hasta que me saqué el último minúsculo trozo de cristal que se me había incrustrado en el ojo.
Mi ángel exterminador me advirtió que me quedarían pequeñas cicatrices, apenas perceptibles, lo que no me dijo es que de cada cicatriz emanaría una nueva historia de amor, lo que creí que acabaría conmigo lentamente, en realidad me dio un montón de nuevas vidas más. Y así nació Alicia...

miércoles, noviembre 16, 2005

Caminos comunes

Tengo tres gatos, aunque viven con mi madre y cuido de una gata cuyo nombre proviene de una diosa que una vez convirtió a los hombres en cerdos. La casa en la que vivo no es mía, pero es lo más parecido a un hogar que haya tenido nunca, aunque esté llena de libros y papeles y no tenga un zapatero para mis botas. En el salón no hay cortinas, pero así doy rienda suelta a mi vena exhibicionista y me permite seguir buscando a un hombre que me dure lo suficiente como para colgarme el palo de las cortinas que guardo en otro cuarto, a buen recaudo de hombres que sólo entrarán a mi habitación, nunca más de tres veces.
Tengo la voz rota, desgarrada, pero todos los que me aman de verdad acaban amando mi voz más que ninguna otra parte de mí. Casi fui cantante de boleros, casi fui la chica de una estrella del rock, casi aprendí a tocar la guitarra, casi conocí a un pianista por un anuncio que casi puse en la sección de contactos. Una vez crucé el espejo durante un concierto. Algún día casi protagonizaré una película.
Por su parte ella antepuso el bienestar de sus gatos a cualquier necesidad propia y quizás alguna vez los visite furtivamente. Y aunque no tenga una Circe, tiene un oso gigante junto al que teje y desteje y que hace de guardián en su Itaca amarilla y la protege de pretendientes de tres al cuarto.
Y tiene una voz hermosa y risueña, justo como la imaginaba antes de oírla y cuando habla suena como a bossanova. Y algún día cantaremos juntas Love will tear us apart y nos reiremos del conejo blanco.
Y nos ayudaremos en el vuelo y en el aterrizaje...

sábado, noviembre 05, 2005

Pequeñas pinceladas


Junto a mi cama tengo un calendario de Dalí y S. me regaló una libreta, que todavía uso, también de Dalí.
Mi carpeta de la Universidad está forrada con dos láminas de Munch.
En mi casa hay un libro de Magritte que hace las veces de tranquilizante para los peterpanes.
Nunca colgué en mi cuarto El Beso de Klimt, pero me compré una agenda y le escribí una carta a S. por su vigésimo cuarto cumpleaños en el revés de una de las ilustraciones que arranqué (aún lo recuerdo, casi como acariciándola).
Nunca colgué en mi cuarto El Beso de Klimt, pero una sola vez, besé a un hombre, sintiendo que se lo estaba dando todo. Una sola vez, después de tantos besos esquivos y amargos, el día que supe que se iría por mucho tiempo.
Nunca colgué en mi cuarto El Beso de Klimt, pero cuando M. se fue a vivir fuera le compré una reproducción en miniatura para que hiciera su nueva casa más suya. M. nunca había oído hablar antes de Klimt, me resultó curioso, pero a los pocos días de instalarse me llamó y me dijo que lo había colgado en su cuarto.
Nunca colgué en mi cuarto El Beso de Klimt, pero una vez me dijeron que me parecía a la Eva que pintó Klimt. Incluso creo que me pintaron una vez imitando el estilo de ese cuadro. No podría asegurarlo, preferí no verlo.
Nunca colgué en mi cuarto El Beso de Klimt, pero tampoco he leído nunca a Faulkner. Tal vez nunca haya sido una niña sofisticada.
En realidad, yo siempre he querido ser una de esas muchachas con gato que retrató Balthus...

miércoles, noviembre 02, 2005

Out of season

A veces sólo a veces, una tiene que saltarse las normas y las promesas (autoimpuestas o no).
Yo no lo imaginaba cuando al volver a casa por la mañana, un día en que extrañamente la casa estaba vacía a esas horas puse el disco más triste de todos los que encontré y me dormí en el sofá con la luz inundando el salón y la cadena y la televisión encendidas para no sentirme tan sola. Y lloré al escuchar la atercipelada voz de Beth Gibbons sin entender sus letras, pero lloré porque el disco era triste y desgarrador, al igual que su voz y mi vida en esos momentos. Lloré hasta quedarme dormida con las lágrimas pegajosas en mi rostro por culpa del rimmel que me ponía para enmascarar mi desesperación (ya casi nunca me echo rimmel). Lloré sin saber todas las lágrimas que vendrían después de aquella noche. También sin imaginar todas las risas que me esperaban mucho después, todos los veranos por venir.
Y en pleno inicio del otoño aquí en Gijón, con sus planes para el año que está por venir decidí obligarme a una rutina, la de traducir una canción cada día para mejorar mi inglés y elegí precisamente esa canción para empezar y me resultó muy familiar lo que decía, pero no caí. Y al día siguiente le ví, después de todo este tiempo, de este largo y cálido verano. Me acerqué, le saludé con dulzura, pero con firmeza y seguridad, como la mujer que soy y no era entonces. Y todo fue bien, hasta que él me clavó su mirada felina de nuevo y supe que lo nuestro nunca se había cerrado del todo. De nada valían ya excusas, promesas, se volvió mentira todo lo dicho cinco minutos atrás y tomé las riendas con tal seguridad que cualquiera en su sano juicio se hubiera asustado y se hubiera marchado corriendo, sin mirar atrás. Pero él nunca fue capaz de irse, después de mirarme a los ojos, ni yo tampoco.
Y fue diferente, porque yo ya no soy la misma, pero a la vez fue como antes y las tres veces me cayó una lágrima, pero ya no lloré y no sentí que me desgarraba por dentro, aunque me sintiera triste y volví a amarle por un instante y comprendí que le amaría en mil instantes, pero no en el instante eterno. Y en la despedida, esta vez, no esperé nada, no quise nada y pude dormir. Y suena Tom the model, pero nada es igual...